También el desamor
escala el nombre de Dios
y su semblante.
La mirada compasiva,
comprensiva
y prometedora
bate sus lánguidas alas
como la más bella de las aves
que irrumpe en vuelo
porque rehuye las caricias,
dejando en el cielo
una cicatriz
de azafrán y mimbre. 

Como un mínimo de agua,
el avance del deseo
se retracta en el borde,
en tanto la angustia abunda
como una masa al horno
excedida en leudante,
y los desheredados del calor
entre barro y arbustos
arrojan petardos al sueño
que, sin mácula, concibe la Virgen.

Todo es al fin precario
en los besos no birlados a diciembre.

Absurdo como una rosa
escondida en el armario,
el impulso de azúcar
se derrite en la sombra,
y el esternón tiembla como ese libro
al barruntar que nadie ya jamás
lo entenderá.
Es uno más,
incómodo entre otros,
cayendo en humedad
y en amarillos.

Pero aquí trinan infinitos más pájaros
que en mis torpes imperios
de río, mar y asfalto,
donde la llanura es tan baja
como la duración de un triunfo.

La algarada de un gallo
se ensaña con los que vuelan,
pero ellos harto lo exceden,
y arbolean y cantan.