miércoles, 24 de febrero de 2010

Sobre "El mal menor" (Daño colateral, crítica de Adriana Derosa)

Pocas veces, a decir verdad, aunque sea sólo por el hecho de que nosotros hemos estado meses si no años concentrados en ello y ellos vienen a echar un vistazo y como parte de su rutina, los críticos encuentran algo para decirnos de nuestro propio trabajo, más allá de los elogios, que agradecemos, o de las pegas y comentarios insidiosos, que nos quitan el sueño y acrecientan la bilis. Pero tal es el caso de Adriana Derosa, crìtica, profesora de literatura y mujer de teatro también, que siempre nos sorprende con su mirada aguda, sensible, culta y personal.
Habiéndose apartado por propia voluntad del medio gráfico que la tenía agenciada, hago uso del permiso que me diera para publicar su comentario sobre "El mal menor" y lo reproduzco aquí.
Gracias, Adriana.

Daño colateral

Los integrantes de la compañía “Los del verso” han estrenado la obra de Mariano Moro “El mal menor”. ¿Será que a través de los mitos griegos podemos volver a hablar de padres, sacrificios y misiones de vida? No es en vano. El teatro pone una nueva lente para hablar una vez más de costos y ganancias.

No hay actividad más subversiva per se que encontrarse en pleno siglo XXI asistiendo a un hecho cultural desinteresado, quiero decir uno que se lleva a cabo sin fotos para la prensa ni agendas humeantes que concierten citas para el día siguiente.
Quizá, el poder subversivo del arte viva sin ayuda en funciones como esta. Pero si se trata de trastocar y de generar inquietud en el espectador, nada mejor que seguir el camino de destrozar lo esperable, y empujar las expectativas del espectador hasta el sitio en que de deshacen una a una.
Aun no sé si asistir a una función de “Ifigenia en Áulide” de Eurípides sería “programa” para el público veraniego de la ciudad. Pero si advertimos que se pondrá en escena eso que ha salido a flote, una vez que Mariano Moro y la compañía “Los del verso” pusieron sus manos sobre el antiguo mito griego, la cosa cambiará.
¿Quién no ha sido alguna vez el protagonista de una historia que podría llamarse “el mal menor”? Es decir, cuántos de nosotros protagonizamos a diario hechos que nos alejan definitivamente de lo que hubiéramos deseado, pero decimos inmolarnos con “fines superiores”, esos que dejan de tener sentido vistos en perspectiva temporal.
El personaje central es Ifigenia, que debe sacrificarse para lograr que los griegos lleguen a Troya y la batalla tenga lugar. Si no lo hace, la diosa Artemisa jamás concederá los vientos necesarios para trasladar la flota hasta allá. Todos sufren, los padres se destrozan, pero ella decide entregarse mansamente al cuchillo. ¿Un ejemplo?
Ifigenia representa el mal menor, la pérdida reducida al número uno que traerá la gloria a miles, como si las pérdidas fueran cuestión de número. Patriotismo al extremo, “o juremos con gloria morir”.


El proyecto es ambicioso, porque ante tales ejes de acción dramática, Moro sostiene aun la escritura en verso, y la lleva adelante con maestría. Presupone unos actores con la suficiente expresividad como para hacer resonar en el espacio las palabras que construirán la acción con trazos de ritmo.
Por otra parte, la red mitológica ha conformado para la humanidad un entramado de símbolos que atravesaron el curso de los tiempos, y se constituyeron en intocables. Son la concentración de representaciones humanas sagradas para ellos, y casi sagradas para nosotros, que parecían no moverse jamás de su pedestal.
Pero Moro arrasó, y se atrevió a cruzar las líneas de la tragedia y la comedia. Desarmó roles -que con los siglos habían ido construyendo un canon- para someterlos al filtro del sentido común contemporáneo, y desnudarlos de toda protección. El procedimiento exige una dosis de actuación exigida.
Así, María Rosa Frega a cargo de la labor del Coro, y representa a una esclava que hace de hilo conductor clarificador: se pone la obra al hombro con un simple gesto, y es evidente que cuenta con los elementos para llevar la puesta general hacia donde el director espera que llegue. Sus dotes histriónicas le permiten adueñarse de un humor sutil que decora el entramado mítico con habilidad y oficio.
Mariano Mazzei tiene a su cargo la construcción de dos roles antitéticos, no solamente en su naturaleza sino en el registro de la representación, pero puede atravesar el reto con tranquilidad. El es un Menelao complejo y solvente, el que plantea a su hermano Agamenón que Ifigenia debe poner su vida a disposición de la patria, como lo hacen a diario los generales.
Pero además, Mazzei se pone además en la piel de un Aquiles desarmado, delineado con unos trazos gruesos, que recalca una relación homosexual con Patroclo. Aquí, Mariano puede ponerse en juego sin guardarse nada, sin temor al ridículo, y disfrutando del trabajo.
Es importante destacar que la obra permite que el público acceda a una historia compleja desde el lugar de lo sencillo. Y que a través de un humor desopilante arribe al problematizar aquello del deber. ¿A quiénes sacrificamos por cosas en las que solamente nosotros creemos? ¿Son nuestros hijos las peores víctimas de nuestras militancias, de unas líneas de lucha que ellos de ninguna manera han elegido? ¿Cuál es el mal menor? ¿Somos nosotros capaces de establecer cuál es el menos grave de los males, algo así como los daños colaterales de la guerra inevitable? ¿Dónde estamos a la hora de inmolar? Del lado del verdugo, siempre.
Dios nos libre y guarde de nuestros sacrificios humanos cotidianos, porque ni siquiera suenan en ellos los tambores rituales de antaño, si siquiera nos servirán para que la diosa Artemisa acerque las naves a la costa troyana.

Adriana Derosa

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