Los riesgos del unipersonal se ven venir:
si el actor/actriz es además autor/autora suelen precipitarse en el monólogo
autista-autobiográfico, la terapia personal pública con el auditorio de
psicoanalista silencioso, la exhibición de personajes de poca o ninguna
profundidad para demostrar qué bien que lo hago. Cierto, el unipersonal consta
en poner sabiamente todos esos bebedizos en el coctel, y salir airoso/a. Pues
en nada de esto estriba Alfonsina y los hombres. Moro
rompe las reglas y, instalando en el escenario a una intérprete dotada como Victoria Moréteau, nos enseña las instrucciones para componer un
unipersonal, y a la vez, construye uno igual a ningún otro.
Me explico. Se trata de enhebrar una vida de
Alfonsina Storni a través de sus
palabras, pero no de eventuales memorias prosísticas —que la poeta nunca
escribió—ni de epìsodios biológicos tornados en envase de ficción. A Mariano M se le ocurrió operar de
intermediario, no de dramaturgo en sentido convencional. Porque Alfonsina plasma una recopilación hilada
de sus poemas, aquéllos en los cuales ella escribe, en estrofas rimadas, los
acontecimientos de su vida entera. Sí, en la poesía se materializa la
subjetividad mejor que en cualquier otro registro, pero pocos poetas existen
que detallen hasta las fronteras de la muerte, decidida y próxima, hechos y
sentires personales, en su doble jaez de confesión y denuncia, alegría y
padecer, amor y frustración.
A Moro,
dicho en algún reportaje, le repugna el feminismo barato, tan arraigado en los
monólogos de mujeres y en las obras de elenco predominantemente femenino. Pese
al título, no hay tal cosa, en reversa de lo predecible en una mujer que, vista
desde hoy, ha encajado tanto en el modelo de mujer talentosa y solitaria en
lucha contra el mundo masculino. Alfonsina
no fue Sor Juana, enclaustrada en su
convento y defendiendo la excepcionalidad y también a sus hermanas de género.
Nuestra poeta no se pareció a la sufragista en marcha, ni a la anarca compañera
de lucha de anarquistas varones. Sólo una pequeñoburguesa que se enamoró de
hombres inferiores a ella, que tuvo un bebé de soltera y no por ideología, que
era demasiado brillante y fervorosa en un mundo gris y conservador. Sufrió más
que todas: no quería la soledad y quedó sola, nació poeta y su personalidad y
sexo le prohibieron crecer en público, deseó ardientemente ser ella y las demás
mujeres, por envidia o autorrepresión, ayudaron a condenarla a no ser nadie. La
sociedad de doble moral la mató induciéndole un cáncer que resolvió no
soportar, y si hubiera vivido (le quedaban años) habría encontrado su lugar,
puesto que, ninguneada como mujer, sin embargo la sola información sobre sus
excequias, la pena muy extensa que produjo, demuestran que no la desconocían en absoluto. Artistas que no acarreaban el peso
del género, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones, morían del mismo modo debido a vidas distintas en
esa Argentina vergonzante de la Década Infame.
Alfonsina,
siempre mediante sus textos, percibe claramente el desfasaje entre esta mujer
única, moderna, incluso contemporánea,
y un país viejo en prejuicios, que empezaba a morir cuando murió ella, año
1938. En el cuerpo de otra actriz, este tejido perfecto, ensamblado como un
rompecabezas que la poeta dejó completo pero con las piezas desparramadas,
sería un recital de poesía. Con Victoria
Moréteau, marplatense de origen, recordada por la Paloma de El conventillo de la Paloma (dirigió Enrique Baigol, 1999), el poema se
encarna y se convierte en un sólido, contundente unipersonal. Victoria interpreta cada verso. Quiero decir, lo
dice como lo sintió y lo diría la
autora, enredada su vida y su lenguaje. Su voz experta en matices, que canta y
se oscurece, su delicada silueta que baila y acaso vuela, la exactitud del
gesto y su desplazarse, felino y a un tiempo firme, vencido y de golpe
poderoso, revelan hasta qué punto autor y actriz se metieron en el alma expuesta de Alfonsina y la desdoblaron sobre un
espacio inimaginable para ella, el teatro.
Una mesa, un tul y varias rosas, y la
iluminación de coprotagonista. Obligatorio elogiar el desafío que encaró Moro. Ya no le había temido a Lope de Vega (Quien lo probó lo sabe), y aún así, jugarse a escenificar poesía en estado puro podría espantar a los
espectadores y producir un rictus de desdén en la crítica. Moro/Moréteau lo han hecho y ambos no les fueron esquivos.
Semejante estocada a fondo, directo al corazón y elucubrado con la
inteligencia, merece desde luego otro éxito más en su carrera.
Gabriel Cabrejas
No he visto todavía "Alfonsina...", no dudo que tendrá todos los méritos que señala esta nota. ¡Espero verla pronto! Por ahora, coincido y disfruto tu concepto sobre los unipersonales y, rubro aparte, los uni... de mujeres. Bueno para la reflexión. Los felicito a ambos por el éxito y la repercusión de vuestro trabajo. Cariños:
ResponderEliminarGloria Bravar