Eran muchos actores.
Cada uno deambulaba
por su obra diferente.
En arbitrio caprichoso
de espacio y tiempo
coincidían apenas
y al fin conformaban
un espectáculo abominable.
Casi todos estaban muertos.
Una reina pálida
les infundía sombra
y anudaba sus tobillos
a instrumentos ancestrales
de tortura
que bien podían pasar
por inocuos y baratos catres
metálicos y plegables.
Su no arte asemejaba
lo que representaban,
el deseo enhebrado
de la muchedumbre
por coronar un espectro
y seguirlo hasta el desastre.
Horrorosas las luces y el vestuario,
vista y oídos condenados
a una misma pena.
Duraba muchísimo.
Y algunos lucirían
en otro contexto.
Habría que desengullirlos
de inmediato y caritativamente.
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