Dice mi madre, gran lectora, que “La fiesta del Chivo” es la mejor novela de Mario Vargas Llosa. Como no las he leído todas, no me pronunciaré al respecto. Siempre recordando con cariño aquello de “La tía Julia y el Escribidor”, leído en mi adolescencia, donde transcribiendo mentira verdad sus amores intrafamiliares mostraba el narrador cuán poco, al menos en lo que a elección de pareja se refiere, Freud le importaba (ratificado esto por la elección de su segunda y duradera esposa, a quien estos días, con ocasión solemne, le dedicara tan conmovedoras palabras), la corriente del Nobel nos arrastra una vez más a la ribera de las páginas de Mario. Y, luego de recorrer su tercera novela, “La casa verde”, manojo de preciosismos no poco exigentes con el lector (el cambio de personajes, escena y perspectiva es tan constante que un segundo de distracción se paga con el extravío, sea en la selva, sea en el desierto peruano, según donde te toque y según si te das cuenta) pero muy recomendable al fin, le hacemos caso a mamá y nos vamos a una Fiesta, que para eso están.
La acción transcurre en República Dominicana y por ende, no podrás dejar de pensar en Juan Luis Guerra, aunque no tenga nada que ver con lo que te están contando, ni en los negros haitianos que mueren de hambre, cólera y terremotos al otro lado de esa frontera, que ya sí van teniendo algo que ver, aunque tampoco aquí les ha tocado ser protagonistas. Tres líneas de acción que alternan con más comedimiento que los muchos personajes de la novela prostibularia antes comentada al pasar confluyen en un 30 de mayo, día significativo si los hay, no por lo que mis familiares y amigos están pensando ahora sino porque un 30 de mayo, unos cuantos años antes de eso (tampoco tantos), un comando vocacional dio en matar al General Trujillo, dictador que tenían los dominicanos montado desde treinta años antes, amigo en tiempos y hospedador del primer exilio de nuestro General Perón, que todavía Vive, como Evita y Néstor, según leo en profusos muros de Buenos Aires. Entre estos magnicidas vocacionales autoconvocados, la hija de un ministro caído en desgracia que vuelve al país tras años de ignorar a su padre y el propio Generalísimo (tanto como Franco, el que recibió a Perón después), se hilvana una historia tan fascinante de leer cuando te la cuentan como oprobiosa de vivir si en vez de contártela te la inoculan, como nos ha pasado a unos y a otros a lo largo del Siglo XX y del Continente, con las variantes del caso.
Que leer este libro sea tamaño placer, da para pensar muchas cosas. Aseguro que lo es. Y con eso, Vargas Llosa se anota un poroto grande, que no compensa la noble tirria que genera por ser de Derecha, por sus opiniones Gorilas que nadie le pide y porque no sabemos al fin y al cabo muy bien qué es lo que piensa, pero no estamos de acuerdo.
Yo confieso que, dadas las pruebas que este libro aporta acerca de su sensibilidad, su inteligencia, su cultura y su capacidad de trabajo, de haber sido peruano, lo hubiese querido para presidente.
No pudo ser.
Advierto: las escenas de tortura, aunque tan bien escritas, interrumpen el placer.La acción transcurre en República Dominicana y por ende, no podrás dejar de pensar en Juan Luis Guerra, aunque no tenga nada que ver con lo que te están contando, ni en los negros haitianos que mueren de hambre, cólera y terremotos al otro lado de esa frontera, que ya sí van teniendo algo que ver, aunque tampoco aquí les ha tocado ser protagonistas. Tres líneas de acción que alternan con más comedimiento que los muchos personajes de la novela prostibularia antes comentada al pasar confluyen en un 30 de mayo, día significativo si los hay, no por lo que mis familiares y amigos están pensando ahora sino porque un 30 de mayo, unos cuantos años antes de eso (tampoco tantos), un comando vocacional dio en matar al General Trujillo, dictador que tenían los dominicanos montado desde treinta años antes, amigo en tiempos y hospedador del primer exilio de nuestro General Perón, que todavía Vive, como Evita y Néstor, según leo en profusos muros de Buenos Aires. Entre estos magnicidas vocacionales autoconvocados, la hija de un ministro caído en desgracia que vuelve al país tras años de ignorar a su padre y el propio Generalísimo (tanto como Franco, el que recibió a Perón después), se hilvana una historia tan fascinante de leer cuando te la cuentan como oprobiosa de vivir si en vez de contártela te la inoculan, como nos ha pasado a unos y a otros a lo largo del Siglo XX y del Continente, con las variantes del caso.
Que leer este libro sea tamaño placer, da para pensar muchas cosas. Aseguro que lo es. Y con eso, Vargas Llosa se anota un poroto grande, que no compensa la noble tirria que genera por ser de Derecha, por sus opiniones Gorilas que nadie le pide y porque no sabemos al fin y al cabo muy bien qué es lo que piensa, pero no estamos de acuerdo.
Yo confieso que, dadas las pruebas que este libro aporta acerca de su sensibilidad, su inteligencia, su cultura y su capacidad de trabajo, de haber sido peruano, lo hubiese querido para presidente.
No pudo ser.
Si eres alérgico al libro, está la película, producción española dirigida por un sobrino del autor. Yo no la vi, pero pispeé y pude enterarme de que los dominicanos pronuncian muy bien la zeta.
Es una de las mejores novelas de Vargas Llosa. Yo tampoco comparto su ideología política, aunque no lo suficiente como para que me impida ser una gran admiradora de su obra.
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