Empecemos
por aquí: no se fue de viaje. No se fue de gira. Se murió.
Dicho esto,
¿dónde hay más vida que en el recuerdo de este actor tremendo?
El que más
me ha impactado.
Fui su fan.
Y lo soy.
Ahora,
algunos recuerdos personales.
Todavía no
terminaban los ochenta cuando fraguábamos desembarcar en Buenos Aires con dos
amigos marplatenses, Hugo y Pablo. ¿El objetivo? Estudiar teatro. ¿Quién tuvo
el dato, quién supo adónde buscar la inspiración? Fue Hugo, me parece.
Verlos fue
morir y renacer.
El trío iba
a ver a otro trío: Urdapilleta, Batato y Tortonese. Fuera en el primer
Parakultural, en el segundo, en una sala cerca de Avenida Córdoba (¿La Galera?)
o donde quisieran presentarse.
Los
amábamos a los tres, pero Urdapilleta era el preferido. Hacia él íbamos, con
devoción peregrina. Y nuestro escasez pecuniaria.
Una vez
éramos patota, no sé por rejunte de quiénes, y no alcanzaba la plata. Fuimos
igual, un rato antes, a implorar misericordia. Como previmos, Batato y
Alejandro estaban por ahí. Batato, fresco en su dulce androginia. Urdapilleta,
temible en negro atuendo, bajo criminales anteojos de sol. No sé si fui por
atrevido o porque me mandaron. Encaré yo. A Batato, claro. “-¿Qué tiene él que
no tenga yo?”, atronó Urdapilleta, ultratemible. “-¿Por qué le pedís a él y no
a mí, imbécil?”. Siguieron a este otros insultos que ya no recuerdo, aunque sí
puedo evocar mi susto infinito. No obstante, no dejé de percibir que, allende
la violencia, tal escena de celos era un acto de amor.
Batato se apiadó doblemente y nos regaló
algunos pases.
La platea
era muy empinada. Urdapilleta era una Alfonsina atribulada en la esquina
superior izquierda considerando si se arrojaba o no, y luego si votaba por el
sí o por el no (alusión a un referéndum de entonces ¿por el Beagle?), para
finalmente sumergirse dentro del público. Se abalanzó sobre mí. Como
previamente con palabras, me vapuleó con su cuerpo. Me dijo “marsopa”.
Ya en
escena, mutó en cocinera italiana, Conciutta Tortolani, dentro de un concurso
de medialunas que ganaba Tortonese amasando una gigante, para terminar luego
molido a golpes, como acostumbraba. Morimos de risa.
Avanzado el
show, un número fue simplemente él sentándose, arremangándose, ciñéndose el
brazo con alguna suerte de cable, exhibiendo una jeringa e inyectándose. Se
veía correr un hilo de sangre. Quizá el momento más desagradable que me haya
tocado padecer en un teatro.
Muy
diferente a aquél, previo, en el Parakultural original, en el que recitó un
poema como diosa violeta con las tetas violetas que en sorpresivo momento
interrumpía su lírica exclamando “¡Uy! ¡Qué ganas de cogerme un mortal!”. Nos
escrutó. Se acercó...
Me eligió.
“-Este tiene cara de boludo pero está bastante bueno”, dijo. Se me sentó
encima. Me cabalgó. Me untó en su sudor. “-¡Dale! ¡Metela! ¡No sabés ni
coger!”. No sólo mis amigos se arrojaban al suelo para reír más a gusto.
Quedó
embarazada. Volvió al estrecho escenario. Parió a nuestro hijo. Era un sándwich
de jamón y queso. Se lo comió.
Vinieron
luego cosas más elaboradas. “Mamita querida”, “La moribunda”, su Hitler...
Desde mis
trabajos teatrales más guarangos (algunos de los primeros) a los más finos
(algunos de los últimos) no he dejado de tenerlo presente. En más de una obra
se le rinde un homenaje tácito.
Gracias.
En el próximo sándwich, también lo recordaré.