Manos en cal y sangre, grandes,
no armónicas con la pantalla de pequeños símbolos
que juega y las ocupa,
ni con la obscena juventud que empieza en las muñecas
y se vuelve miel de suaves pantorrillas
bajo pestañas espesas, concentradas
luchando contra la poeta que, desconociéndose muerta,
en ardid de arcaicas espadas jazmineras
intenta abrirse paso
hacia las dos castañas embebidas
por la perentoria trampa electrónica.
Rubiamente se magnetizan
los antebrazos desnudos.
Vibra cerca una tarde divina de octubre
sin rumor de mar.
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