Donde se
interrumpe el hacinado alboroto
y el
amontonamiento de casas que no quisieron buscar la belleza,
con
petulancias de emperador
el verde
abre un parque que parece sonambulear a miles de kilómetros de aquí,
en ese país
mítico virgen de cemento.
Charlan los
pájaros docenas de lenguas diferentes
y bordan
músicas en las sedas de un enorme lago.
Nos
desurbanamos sentados en el pasto
tenue,
besado en
hojas apenas húmedas.
Sin
anunciarse, la maravilla irrumpe a nuestra izquierda.
Dos cisnes negros,
a la vez dulces y opulentos,
delatan sin estridencias que están unidos para siempre
y avanzan
lánguidamente ocultando el pataleo.
No quieren
humillar la pequeñez de los patitos que pescan laboriosamente,
acaso
tampoco querrán reconocer que son perfectos.
Sólo
flotar, deslizarse y un poco pavonearse
para otras
parejas que, sin prevenirnos, hermosean la distancia,
uno y otro
esmerados en escrutar las plumas propias
y las de su
compañía.
Catorce o
quince parejas de cisnes negros,
y una de
blancos que recorta la otra orilla.
Muy cerca e
infinitamente lejos, el arte moderno
yace
adinerado en amplios pabellones.
Es una
tarde muy gris y casi temperada.
Algo
crujirá cuando salgamos de aquí.
Iremos a la
pelea como en trino diferente
o color
incompatible.
Todavía no lo sabemos.