En el agrio palacio de la desesperanza
arduamente desnudo me halló la madrugada,
mi nariz aterida como punta de lanza
para la justa perdida apenas empezada.
No sé yo por qué bailo. No sigo en la danza
y la música llega tenue, descoordinada.
Estas sensualidades son mi nudo en la panza.
Si queda, queda lejos. La luz está apagada.
Me acompañan las memorias de Rubén Darío,
susurros elegantes de aquel poeta mío
que todo lo mentía como se lo bebía,
con cierto aroma espeso de flores del Caribe.
Igual que los instantes, se va lo que uno escribe
al cesto abotagado de la melancolía.
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