Sonó cuando
no esperada
la palabra
fresca, suave
en el
reproche amoroso.
Empujaba
las manzanas
al filo de
la sonrisa
con la voz
tierna, envolvente
como de mar
entibiado
o alivio
para el espanto
cuando los
sapos inflados
zaherían
los tobillos
y un hato
de cucarachas
se infundió
venas arriba
-pues corre
la sangre siempre
para mal y
para mal-.
Daba
frazada de nieve
para la
noche del fuego.
Hasta
cantaban los mártires
cabalgando
las campanas,
alborozando
las almas
de todos
los niños muertos.
La envidia
se prosternaba
tras el
odio fugitivo.
Un no sé
qué de azucenas
o resabios
estelares
pululaba en
los senderos
de majestad
invisible
e
inmediatez indudable.
Se urdió en
la palabra aquella
la tormenta
del silencio.
Un rayo
buscó mi frente
antojándose
caricia...
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