Cuanta
alegría en esa voz timbrada,
cadenciosa,
eficaz, que se aventura
a proclamar
a Dios en su ternura
y sus
llagas, su estrépito, su espada.
Es
masculina aunque acaramelada
y un
reverbero la nimbara dura
donde la
empresa humana se hace oscura
porque hay un borde, un pozo y luego nada.
No ha de
faltar al paso una sonrisa,
un apretón
de manos, una broma
y el
testimonio austero de la fe
y sin
embargo, al cabo de la misa,
tras de sus
ojos, un dolor asoma
sin entregar el llanto ni el porqué.
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