a Jorge
Oesterheld
En el sueño
no importa
lo que se
dice ni lo que sucede.
La razón
queda corta
y el
sentimiento puede
apretar la
verdad que lo precede.
Nubla mi
panorama
severo
arpón que el esternón incrusta.
No hay paz
en esta cama
y al fin lo
que me asusta
es asumir
que el mundo no me gusta
y lo traje
conmigo
al templo
profanado de estos sueños
donde no
oigo ni digo
ni sigo mis
empeños
atrapados
en témpanos sureños.
Lo
auténtico es difuso,
se
vislumbra en rocíos fantasmales
sobre fondo
inconcluso
y turbios
ventanales
quebrados
en reclamos virginales.
El vidrio
cincelado
por la fuga
de inquietas cicatrices
relame su
costado
que
encastra en los deslices
de remotas
y absurdas directrices.
Una cinta
de acero
transporta
remanentes del olvido
hacia el
puerto primero
de lo no
concebido
que a
fuerza de no ser, es más querido.
Las aguas
estancadas
se quedan
esperando el desagote.
Las
palabras calladas
y las
furias en brote
fraguan un
torniquete en el cogote.
Queda
rasgar las mantas
manchadas y
ateridas del encierro.
Ni son
fuertes ni tantas
pero
abrazan el hierro
y te llevan
al próximo destierro.
Y luego, lo
esperable.
Oficio
maternal de unas mujeres.
El arrobo
inefable.
El premio
que no quieres
y un cepo
en que te mueres si no mueres.
Por tan
poco y por tanto
trasuntan
las imágenes divinas.
El Diablo
te hace santo
husmeando
en las letrinas
que
esmaltaste de azahares y glicinas.
Y es simple
el exorcismo.
Fuerza
perdida y alma anonadada.
Ya no serás
el mismo.
Soberbia
derrotada
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