viernes, 11 de abril de 2014

Alfredo y yo


La primera vez que vi actuar a Alfredo Alcón fue invitado por mi entonces inseparable compañera de Conservatorio (Escuela Nacional) Daniela Castelo (que también en paz descanse). Se trataba de “¡Vamos Shakespeare todavía!”, desafortunado título para un maravilloso paseo montado en el encantamiento de su voz tan maleable que variaba para una vertiginosa galería de personajes, en la Fundación Banco Patricios, primer piso me parece, de Sarmiento y Callao, que pronto dejó de ser para el teatro y creo que también dejó de ser. Cuando llegó al esperado “Ser...”, justamente, el señor que estaba sentado justo a mi espalda aprovechó para completar “... o no ser” con una voz atronadoramente autosatisfecha, para comenzar a roncar unos minutos después y hasta el fin de la velada. Claro, para que prestar atención, si la letra ya se la sabía.

Otra velada accidentada que como publico fascinado compartí fue “Los caminos de Federico” en la sala grande del Auditórium de Mar del Plata, conocido por su mala acústica. Aunque yo desde casi el final de la enorme platea oía y me conmovía perfectamente, un disperso aunque nutrido grupo de jubilados dio en implementar un in crescendo del consabido “no se escucha” exhibidor de cierta grosería como sólo puede lograrse con el paso de muchos años (perdón mi amada Victoria Moréteau, mi recuerdo de esa noche es bastante diferente del tuyo), hasta que un Alfredo furibundo interrumpió los versos para gritar que él estaba haciendo su trabajo lo mejor que sabía y podía, y que hasta había admitido micrófonos ambientales contra su principios para contrarrestar los problemas estructurales del teatro, que no podía seguir actuando con esas intervenciones y que hasta ahí llegábamos. Una platea mucho más numerosa que la del “no se escucha” pidió e imploró que prosiguiera durante varios minutos, el actor pasó de la rabia a la sonrisa y retomó diciendo algo así como “hace mucho tiempo sé que la vida no es más que tristezas...”; entonces una mujer gritó “¡No te lo tomes así, Alfredo!” y el gritó también: “¡Así prosigue la obra, señora!”. Todos reímos para transitar más distendidos luego hasta el final esos caminos, cuyo paso por el monólogo donde Doña Rosita afirma que ya no habrá de casarse nunca olvidaré.

Antes y después de la anécdota específica que quiero contar, lo he visto muchas veces (no todas las que quisiera, ahora en la tristeza de saber que fueron ésas y no se agregarán más); añadiré la huella imborrable que me dejó su Rey Lear de Madrid, cuando literalmente lloramos (con María Rosa Frega, habíamos ido a hacer “La Suplente”) desde su entrada en la escena hasta el momento de los aplausos, y después.

Bastante antes de eso había sido cuando comenté a mis tan fieles profesoras marplatenses de literatura que planeaba hacer una obra sobre la vida de Lope de Vega. Entonces ellas proclamaron a coro “el único, el único que podría hacerla es Alfredo Alcón”. Yo se los creí, más no fuera por el deseo que de trabajar con aquel monstruo amado me carcomía, y ellas operaron hasta lograr introducirme en su camarín de aquel teatro Auditórium, donde ahora estaba haciendo temporada de “El gran regreso” con Nicolás Cabré. Junto al espejo había una botella de tinto como me contaron pedía para cada función y me sorprendió lo modesta que era la marca del mismo, pensé “¿Cómo le dan este vino tan berreta a Alfredo Alcón?”, y lo sigo pensando, aunque vaya a saber, quizá era el que le gustaba. Él me recibió con su proverbial calidez y yo no empecé a tartamudear porque quizás si lo hubiese hecho en eso andaría todavía. Luego de conversar un rato sobre otras cosas como si fuésemos pares y amigos de toda la vida,  pidió el teléfono de mi casa porque le llevaría unos días llegar a leerla dado el material que tenía pendiente, pero aseguró que me llamaría para comentarme sus impresiones. Casi ya no lo estaba esperando, cuando, dos semanas después de yo regresado a Buenos Aires, me acercaron el teléfono al baño, donde yo estaba concentrado para una de esas meditaciones que requieren cierto tiempo. Una mano asomaba el inalámbrico con timidez (no era el uso honrar las llamadas telefónicas hasta ese punto) diciendo “Mariano, teléfono”; “¿Quién es?”; “Alfredo Alcón”; “¡Alfredo! ¡Me llamaste!” “¿Acaso no te dije que te iba a llamar?”  Hablamos cerca de media hora. El momento central fue aquel en que me dijo con amabilidad extrema: “Mirá Mariano, ya me di cuenta conociéndote y ahora  leyendo esto que sos extremadamente inteligente y talentoso y culto  y blá blá blá –más adulaciones- y por eso me permito aconsejarte que esta obra la tires a la basura y vuelvas a empezar. Porque a mí no me interesa saber si Lope tuvo diez hijos o tres hermanas, yo lo que quiero es la emoción. Mirá, cuando yo hice ´Los Caminos de Federico´...”; “Alfredo, me estás matando...”; “¡No! ¿Por qué?”; “Porque estuve tres años estudiando para poder escribir esa obra, y si bien a mí ´Los caminos de Federico´ me fascinó, acá lo que yo quise hacer...” “Ojo, Mariano, que yo no te digo esto para que me adules...” “No, Alfredo, ya sé...”  Bueno, la cuestión es que, claro, yo tampoco quería que me adulara, yo quería trabajar con él, y después de lo que me estaba diciendo, sabía que no lo haría, ni con él ni con nadie por un tiempo, porque la depresión que me sobrevino a su comentario me duró, como en los manuales, seis meses, en los que literalmente no pude hacer nada. Si Dios hubiese abierto el cielo para espetarme “Mariano Moro, nada en tu vida ni en tu obra tiene mérito ni sentido” el efecto no hubiera sido demasiado diferente. Siguiendo como seguía en el baño, con los pantalones bajos y el ánimo más bajo que ellos, no pude sino reír pensando con qué oportunidad Alfredo Alcón me había mandado a cagar.

Quienes me conocen saben cómo sigue esta historia. Un actor que ya apuntaba maravilloso, Mariano Mazzei, me muestra que quiere trabajar conmigo y como no tengo mucho para ofrecerle revuelvo el cajón (porque a la basura no la tiré) y le ofrezco este monólogo, además de “Eusebio Ramírez”. A los dos meses (“este opina lo mismo que Alfredo”, pensaba yo ya) Mariano me llama y me dice: “El monólogo del travesti es muy gracioso pero a mí me gustaría hacer la otra obra; aunque no la entendí muy bien habla de la muerte y eso me interesa”; “Mirá Mariano que sería un trabajo muy difícil...” repliqué, sin delatarme, pero escuchando la voz de Alcón que desde ya largo tiempo me seguía martillando “Tirala a la basura, tirala a la basura”... En fin, nunca hasta entonces había empezado unos ensayos tan desconfiado, pero a los quince días de estar intentando las cosas casi siempre feas que se hacen al principio me sorprendí viendo en ese momento (y todavía) tan joven actor algo que me deslumbró y que sigue siendo acaso lo que busco desde entonces a la hora de dirigir actores, de apuntar a los clásicos, de amar el verso.

La historia, al menos para los seguidores, es conocida: estrenamos la obra en la Pascua del 2006 y empezó un recorrido que nos cambió todo. Nos llenaron de premios aquí y allí, y cada vez que me tocaba recibir y agradecer uno mi único pensamiento posible y mis palabras consecuentes eran: “Esta obra que están premiando, Alfredo Alcón me dijo que la tirara a la basura...”. Mucha gente entonces se ofendía conmigo, “¡No podés decir eso de Alfredo!”; “¿Qué no puedo decir de Alfredo? ¿Contar la verdad de mis únicas interacciones con él?”.

Lo que hablando quizá nunca pude dejar claro, y quisiera hacer aquí, es que al contarlo yo no lo estaba ni atacando, ni le estaba reprochando, ni me estaba vengando, ni lo estaba dejando de amar. Estaba queriendo decir que lo amaba y admiraba tanto que prefería tener esto para contar de él con respecto a mí que no tener nada, y que él no tenía la culpa de ser un dios para tantos de nosotros, y que por ende, su palabra, como en este caso, sin quererlo él, pudiera ser fulminante.

Me han contado que algunos actores en España y acá lo espoleaban con esta anécdota y que a él no le gustaba nada. Yo hoy le agradezco su llamado, su arte y su vida, y también, porque no, que ni considerara darme el sí para aquel monólogo. Ahora soy menos cholulo y de verdad pienso y siento que es mejor colaborar con los grandes en ciernes para que se manifiesten y logren y no aferrarse al esplendor de los ya consagrados. Y, si Alfredo me hubiese dado el sí, seguro “Quien lo probó lo sabe” no hubiese sido lo que fue y todavía es, y quizá yo nunca hubiese trabajado con Mariano Mazzei.

Alfredo: que me mandaras a cagar, vaya y pase; que me hubieses estorbado trabajar con Mariano nunca hubiese podido perdonártelo.

Gracias.

Es curioso: en poco tiempo despido a mis dos referentes actores argentinos varones sobre tablas, a los que siempre quise y procuré ver desde que intenté la conquista de la Capital. Urdapilleta y Alcón, tan falsamente opuestos. Dos fieras de la palabra encarnada, del detalle, de la poesía.

Algo que Alfredo Alcón me dijo sobre el verso lo sigo teniendo presente cada vez que sobre eso trabajo.

Mucha gente se quejaba de que cuando estaba en el escenario había una diferencia entre él y el resto. Las más de las veces, en mi humilde opinión, esa diferencia se trataba de que él lo hacía mejor.

3 comentarios:

  1. Mariano, qué recuerdo emotivo. Alfredo nos va a faltar a todos. Tus palabras lo honran.

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  2. Qué recuerdo tan humano, y sinceramente digno de tres grandes. Gracias por contarlo y darnos la oportunidad de seguir profundizando en el arte que los convoca y evoca.

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  3. Has escrito una paleta multicolor entre emoción y anecdotario. Realmente un placer leerte. Gracias.

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