La primera vez que vi
actuar a Alfredo Alcón fue invitado por mi entonces inseparable compañera de
Conservatorio (Escuela Nacional) Daniela Castelo (que también en paz descanse).
Se trataba de “¡Vamos Shakespeare todavía!”, desafortunado título para
un maravilloso paseo montado en el encantamiento de su voz tan maleable que
variaba para una vertiginosa galería de personajes, en la Fundación Banco
Patricios, primer piso me parece, de Sarmiento y Callao, que pronto dejó de ser
para el teatro y creo que también dejó de ser. Cuando llegó al esperado “Ser...”,
justamente, el señor que estaba sentado justo a mi espalda aprovechó para completar
“... o no ser” con una voz atronadoramente autosatisfecha, para comenzar a
roncar unos minutos después y hasta el fin de la velada. Claro, para que
prestar atención, si la letra ya se la sabía.
Otra velada accidentada que
como publico fascinado compartí fue “Los caminos de Federico” en la sala
grande del Auditórium de Mar del Plata, conocido por su mala acústica. Aunque
yo desde casi el final de la enorme platea oía y me conmovía perfectamente, un
disperso aunque nutrido grupo de jubilados dio en implementar un in crescendo
del consabido “no se escucha” exhibidor de cierta grosería como sólo
puede lograrse con el paso de muchos años (perdón mi amada Victoria Moréteau,
mi recuerdo de esa noche es bastante diferente del tuyo), hasta que un Alfredo
furibundo interrumpió los versos para gritar que él estaba haciendo su trabajo
lo mejor que sabía y podía, y que hasta había admitido micrófonos ambientales
contra su principios para contrarrestar los problemas estructurales del teatro,
que no podía seguir actuando con esas intervenciones y que hasta ahí
llegábamos. Una platea mucho más numerosa que la del “no se escucha”
pidió e imploró que prosiguiera durante varios minutos, el actor pasó de la
rabia a la sonrisa y retomó diciendo algo así como “hace mucho tiempo sé que
la vida no es más que tristezas...”; entonces una mujer gritó “¡No te lo
tomes así, Alfredo!” y el gritó también: “¡Así prosigue la obra,
señora!”. Todos reímos para transitar más distendidos luego hasta el final
esos caminos, cuyo paso por el monólogo donde Doña Rosita afirma que ya no
habrá de casarse nunca olvidaré.
Antes y después de la
anécdota específica que quiero contar, lo he visto muchas veces (no todas las
que quisiera, ahora en la tristeza de saber que fueron ésas y no se agregarán
más); añadiré la huella imborrable que me dejó su Rey Lear de Madrid, cuando
literalmente lloramos (con María Rosa Frega, habíamos ido a hacer “La
Suplente”) desde su entrada en la escena hasta el momento de los aplausos, y
después.
Bastante antes de eso había
sido cuando comenté a mis tan fieles profesoras marplatenses de literatura que
planeaba hacer una obra sobre la vida de Lope de Vega. Entonces ellas
proclamaron a coro “el único, el único que podría hacerla es Alfredo Alcón”.
Yo se los creí, más no fuera por el deseo que de trabajar con aquel monstruo
amado me carcomía, y ellas operaron hasta lograr introducirme en su camarín de
aquel teatro Auditórium, donde ahora estaba haciendo temporada de “El gran
regreso” con Nicolás Cabré. Junto al espejo había una botella de tinto como me
contaron pedía para cada función y me sorprendió lo modesta que era la marca
del mismo, pensé “¿Cómo le dan este vino tan berreta a Alfredo Alcón?”,
y lo sigo pensando, aunque vaya a saber, quizá era el que le gustaba. Él me
recibió con su proverbial calidez y yo no empecé a tartamudear porque quizás si
lo hubiese hecho en eso andaría todavía. Luego de conversar un rato sobre otras
cosas como si fuésemos pares y amigos de toda la vida, pidió el teléfono de mi casa porque le
llevaría unos días llegar a leerla dado el material que tenía pendiente, pero
aseguró que me llamaría para comentarme sus impresiones. Casi ya no lo estaba
esperando, cuando, dos semanas después de yo regresado a Buenos Aires, me
acercaron el teléfono al baño, donde yo estaba concentrado para una de esas
meditaciones que requieren cierto tiempo. Una mano asomaba el inalámbrico con
timidez (no era el uso honrar las llamadas telefónicas hasta ese punto)
diciendo “Mariano, teléfono”; “¿Quién es?”; “Alfredo Alcón”; “¡Alfredo! ¡Me
llamaste!” “¿Acaso no te dije que te iba a llamar?” Hablamos cerca de media hora. El momento central
fue aquel en que me dijo con amabilidad extrema: “Mirá Mariano, ya me di
cuenta conociéndote y ahora leyendo
esto que sos extremadamente inteligente y talentoso y culto y blá blá blá –más adulaciones- y por eso me
permito aconsejarte que esta obra la tires a la basura y vuelvas a empezar.
Porque a mí no me interesa saber si Lope tuvo diez hijos o tres hermanas, yo lo
que quiero es la emoción. Mirá, cuando yo hice ´Los Caminos de Federico´...”;
“Alfredo, me estás matando...”; “¡No! ¿Por qué?”; “Porque estuve tres años
estudiando para poder escribir esa obra, y si bien a mí ´Los caminos de
Federico´ me fascinó, acá lo que yo quise hacer...” “Ojo, Mariano, que yo no te
digo esto para que me adules...” “No, Alfredo, ya sé...” Bueno, la cuestión es que, claro, yo tampoco
quería que me adulara, yo quería trabajar con él, y después de lo que me estaba
diciendo, sabía que no lo haría, ni con él ni con nadie por un tiempo, porque
la depresión que me sobrevino a su comentario me duró, como en los manuales, seis
meses, en los que literalmente no pude hacer nada. Si Dios hubiese abierto el
cielo para espetarme “Mariano Moro, nada en tu vida ni en tu obra tiene
mérito ni sentido” el efecto no hubiera sido demasiado diferente. Siguiendo
como seguía en el baño, con los pantalones bajos y el ánimo más bajo que ellos,
no pude sino reír pensando con qué oportunidad Alfredo Alcón me había mandado a
cagar.
Quienes me conocen saben cómo sigue esta
historia. Un actor que ya apuntaba maravilloso, Mariano Mazzei, me muestra que
quiere trabajar conmigo y como no tengo mucho para ofrecerle revuelvo el cajón
(porque a la basura no la tiré) y le ofrezco este monólogo, además de “Eusebio
Ramírez”. A los dos meses (“este opina lo mismo que Alfredo”, pensaba yo
ya) Mariano me llama y me dice: “El monólogo del travesti es muy gracioso
pero a mí me gustaría hacer la otra obra; aunque no la entendí muy bien habla
de la muerte y eso me interesa”; “Mirá Mariano que sería un trabajo muy
difícil...” repliqué, sin delatarme, pero escuchando la voz de Alcón que
desde ya largo tiempo me seguía martillando “Tirala a la basura, tirala a la
basura”... En fin, nunca hasta entonces había empezado unos ensayos tan
desconfiado, pero a los quince días de estar intentando las cosas casi siempre
feas que se hacen al principio me sorprendí viendo en ese momento (y todavía)
tan joven actor algo que me deslumbró y que sigue siendo acaso lo que busco
desde entonces a la hora de dirigir actores, de apuntar a los clásicos, de amar
el verso.
La historia, al menos para los
seguidores, es conocida: estrenamos la obra en la Pascua del 2006 y empezó un
recorrido que nos cambió todo. Nos llenaron de premios aquí y allí, y cada vez
que me tocaba recibir y agradecer uno mi único pensamiento posible y mis
palabras consecuentes eran: “Esta obra que están premiando, Alfredo Alcón me
dijo que la tirara a la basura...”. Mucha gente entonces se ofendía
conmigo, “¡No podés decir eso de Alfredo!”; “¿Qué no puedo decir de Alfredo?
¿Contar la verdad de mis únicas interacciones con él?”.
Lo que hablando quizá nunca pude dejar
claro, y quisiera hacer aquí, es que al contarlo yo no lo estaba ni atacando,
ni le estaba reprochando, ni me estaba vengando, ni lo estaba dejando de amar.
Estaba queriendo decir que lo amaba y admiraba tanto que prefería tener esto
para contar de él con respecto a mí que no tener nada, y que él no tenía la
culpa de ser un dios para tantos de nosotros, y que por ende, su palabra, como
en este caso, sin quererlo él, pudiera ser fulminante.
Me han contado que algunos
actores en España y acá lo espoleaban con esta anécdota y que a él no le
gustaba nada. Yo hoy le agradezco su llamado, su arte y su vida, y también,
porque no, que ni considerara darme el sí para aquel monólogo. Ahora soy menos
cholulo y de verdad pienso y siento que es mejor colaborar con los grandes en
ciernes para que se manifiesten y logren y no aferrarse al esplendor de los ya consagrados. Y, si
Alfredo me hubiese dado el sí, seguro “Quien lo probó lo sabe” no hubiese sido
lo que fue y todavía es, y quizá yo nunca hubiese trabajado con Mariano Mazzei.
Alfredo: que me mandaras a
cagar, vaya y pase; que me hubieses estorbado trabajar con Mariano nunca hubiese
podido perdonártelo.
Gracias.
Es curioso: en poco tiempo
despido a mis dos referentes actores argentinos varones sobre tablas, a los que
siempre quise y procuré ver desde que intenté la conquista de la Capital.
Urdapilleta y Alcón, tan falsamente opuestos. Dos fieras de la palabra
encarnada, del detalle, de la poesía.
Algo que Alfredo Alcón me
dijo sobre el verso lo sigo teniendo presente cada vez que sobre eso trabajo.
Mucha gente se quejaba de
que cuando estaba en el escenario había una diferencia entre él y el resto. Las
más de las veces, en mi humilde opinión, esa diferencia se trataba de que él lo
hacía mejor.
Mariano, qué recuerdo emotivo. Alfredo nos va a faltar a todos. Tus palabras lo honran.
ResponderEliminarQué recuerdo tan humano, y sinceramente digno de tres grandes. Gracias por contarlo y darnos la oportunidad de seguir profundizando en el arte que los convoca y evoca.
ResponderEliminarHas escrito una paleta multicolor entre emoción y anecdotario. Realmente un placer leerte. Gracias.
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