miércoles, 23 de abril de 2014

Te extraño


Te extraño.

 

Hubo unos días

que presuroso te daba

los buenos días,

las buenas tardes

y las buenas noches.

Entonces, aunque no estabas,

respondías

como responde la vida

a nuestras inquietudes

con lo que tiene a mano,

persuadida ella

de que todo al fin

le pertenece.

 

Te extraño.

 

Era extraño,

como si estuvieras en mi casa

y yo no estuviera en casa.

Como si ocuparas mi alma

y yo sin mí.

Te había dado en don

todo el espacio,

el que es

y el que no es.

Apenas si algo

de mis ojos

 trashumaba entre las páginas

de libros

que alguna vez leí

y ahora sólo aspiraban

a velar tu sueño,

como si mis propias sábanas

hubiesen escapado

desnudándome

para volverse espuma

o sombra de tu cuerpo

a la vez ubicuo y lejano,

a la vez perfecto y apenas

excedido de peso

como si lo hermoso

probase hasta donde

puede ir

sin desvirtuarse

o como si aquello

de los envases pequeños

no lo conformase del todo.

 

A tu cuerpo bien le gusta

desmembrarse en piruetas

o contorsiones bruscas

y sin embargo se infla

de a poquito

acaso porque tu alma

ha dado en quedarse quieta.

 

Yo quería sacudirte.

 

Pedí permiso de entrada

apersonándome en todos

los túneles posibles,

estúpida cortesía

esa mía

tan poco conducente.

Quien sabe no hubiese entrado

argumentando menos,

implorando nada.

Quien sabe no hubiese entrado

sólo a fuerza de empujar

un poco más

muy en silencio.

No faltará quien replique

que dentro nomás hallara

las vacuidades extremas,

y luego y a cada vez

el mismo deseo roto,

enfermo y multiplicado

que me tuvo a maltraer

enmarañado en tu estela.

 

Te extraño.

 

Necesitaba arrancarte

de los poetas amargos

que te pegan su decadencia

y algunas tristes metáforas.

No hacés bien en lamer

los azulejos percudidos

de Lisboa.

Son muchas las cosas

que no hacés bien

-en eso te parecés

a otros mortales-.

 

Y es que tu perfección
 
no era corpórea
 
sino ésa:

la suave firmeza

con que has decidido

equivocarte

hasta erigir el desvío

en tu destino.

Si amé tu perfección,

¿por qué mi empeño habría

de cambiarte

cuando a conciencia elegiste

la noche despegada?

 

Te extraño, lo repito

algo menos

enfáticamente

ahora.

 

Tuve que volver a mí

aunque no me extrañaba tanto

como para volver a ese sitio.

 

Admití a regañadientes

la magnitud estrepitosa

de mi error

y me llevé tu olor

como amuleto

hacia las rutas verdes

donde olvido

que me dabas unos besos

y esos besos

suplicaban a gritos

aunque tímidamente

el beso por venir,

el portentoso,

el único capaz

de torcer un rumbo

desde los bordes ácidos

del abismo

hacia las colinas esponjadas

de la fe.

 

Te extraño

pero un poco menos ahora

y claro

con algo de amor propio

aunque me parezca tonto

y con el deseo nuevo

o recién despertado

hube de quitar el dedo

de ese timbre

cuyas coordenadas últimas

-hago bien en decírmelo-

no llegué siquiera

a conocer

porque no me las dabas,

me las quedabas debiendo

como esa intimidad

a que me convidabas,

la de sonrisa triste,
 
la que nunca será.



Después, lo razonable:

una mano tendida

como del más allá

y yo que me levanto
 
y extiendo la palma.

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