Te extraño.
Hubo unos
días
que
presuroso te daba
los buenos
días,
las buenas
tardes
y las
buenas noches.
Entonces,
aunque no estabas,
respondías
como
responde la vida
a nuestras
inquietudes
con lo que
tiene a mano,
persuadida
ella
de que todo
al fin
le
pertenece.
Te extraño.
Era
extraño,
como si
estuvieras en mi casa
y yo no
estuviera en casa.
Como si
ocuparas mi alma
y yo sin
mí.
Te había
dado en don
todo el
espacio,
el que es
y el que no
es.
Apenas si
algo
de mis ojos
trashumaba entre las páginas
de libros
que alguna
vez leí
y ahora
sólo aspiraban
a velar tu
sueño,
como si mis
propias sábanas
hubiesen
escapado
desnudándome
para
volverse espuma
o sombra de
tu cuerpo
a la vez
ubicuo y lejano,
a la vez
perfecto y apenas
excedido de
peso
como si lo
hermoso
probase
hasta donde
puede ir
sin
desvirtuarse
o como si
aquello
de los
envases pequeños
no lo
conformase del todo.
A tu cuerpo
bien le gusta
desmembrarse
en piruetas
o
contorsiones bruscas
y sin
embargo se infla
de a
poquito
acaso
porque tu alma
ha dado en
quedarse quieta.
Yo quería
sacudirte.
Pedí
permiso de entrada
apersonándome
en todos
los túneles
posibles,
estúpida
cortesía
esa mía
tan poco
conducente.
Quien sabe
no hubiese entrado
argumentando
menos,
implorando
nada.
Quien sabe
no hubiese entrado
sólo a
fuerza de empujar
un poco más
muy en
silencio.
No faltará
quien replique
que dentro
nomás hallara
las
vacuidades extremas,
y luego y a
cada vez
el mismo
deseo roto,
enfermo y
multiplicado
que me tuvo
a maltraer
enmarañado
en tu estela.
Te extraño.
Necesitaba
arrancarte
de los
poetas amargos
que te
pegan su decadencia
y algunas
tristes metáforas.
No hacés
bien en lamer
los
azulejos percudidos
de Lisboa.
Son muchas
las cosas
que no hacés
bien
-en eso te
parecés
a otros
mortales-.
Y es que tu
perfección
no era corpórea
sino ésa:
la suave
firmeza
con que has
decidido
equivocarte
hasta
erigir el desvío
en tu
destino.
Si amé tu
perfección,
¿por qué mi empeño habría
de
cambiarte
cuando a
conciencia elegiste
la noche
despegada?
Te extraño,
lo repito
algo menos
enfáticamente
ahora.
Tuve que
volver a mí
aunque no
me extrañaba tanto
como para
volver a ese sitio.
Admití a
regañadientes
la magnitud
estrepitosa
de mi error
y me llevé
tu olor
como
amuleto
hacia las
rutas verdes
donde
olvido
que me
dabas unos besos
y esos
besos
suplicaban
a gritos
aunque
tímidamente
el beso por
venir,
el
portentoso,
el único
capaz
de torcer
un rumbo
desde los
bordes ácidos
del abismo
hacia las
colinas esponjadas
de la fe.
Te extraño
pero un
poco menos ahora
y claro
con algo de
amor propio
aunque me
parezca tonto
y con el
deseo nuevo
o recién
despertado
hube de
quitar el dedo
de ese
timbre
cuyas
coordenadas últimas
-hago bien
en decírmelo-
no llegué
siquiera
a conocer
porque no
me las dabas,
me las
quedabas debiendo
como esa
intimidad
a que me
convidabas,
la de
sonrisa triste,
Después, lo
razonable:
una mano
tendida
como del más
allá
y yo que me
levanto
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