Como una
niña en su cuna
la rosa de
la alegría
se alumbra
blanca y llorosa,
se pincha
de verde espina
y sonríe de
su sangre
las gotas
del nuevo día.
El “a-a-á”
de pequeños
que decir
cosas querrían
pero no
saben, inunda
los
cuartos, y en las cortinas
aprietan
con sus manitos
los ángeles
las tiritas
del sol,
esa mariposa
que se
quema de amarilla
detrás de
nubes violetas,
imitadoras
de artistas.
Más amables
los motores
del Viernes
Santo chirrían
por las
calles tucumanas
que se
desnudan tranquilas
como
mujeres seguras
de querer y
ser queridas.
Por el gran
paso de cebra
estampado
en esta esquina
-lo veo por
las ventanas
abiertas
como sandías-
cruzan
huyendo las penas
que nos
dieron guerra fina
en las
tardes solitarias
y las
noches mal dormidas.
Un gran
lamido de perro
unta el
aire. Se arrodilla
en el cordón de cemento
a rezar su
Pascua tibia
la virgen
de una esperanza
renovada y
sustantiva.
Ese rezo
que murmura
me muerde
las pantorrillas.
Salgamos a
oler ahora
el perfume
de la risa
en la
quietud de las plazas
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