Suelto,
desencadenado,
presuroso
en el camino,
habilitado,
dispuesto,
así me
pienso ahora, pero...
también el
taxista anuncia
con
banderas que va libre
y todos lo
vemos preso
en
cofrecito de lata,
la vida
cuadriculada,
el ánimo embotellado,
cambiando
el amo de a ratos,
las
andanzas tarifadas
y en la
maniobra, el insulto
brotando
casi de suyo,
como si la
ceremonia
prescindiera
del actuante
y la bronca
fuera autónoma,
un gesto
independizado.
¿Qué
conduce quien conduce
cuando
lanza un improperio?
¿Qué danza
bailamos todos?
¿A gusto de
qué coreógrafo?
Y el amor,
¿quién lo rescribe?
¿Reciclando
qué libretos?
¿Hay
vocación? ¿Dónde surge?
¿Quién
escancia los motivos
en los
motores ocultos?
¿Cuánto
trecho aguanta el tanque?
¿Hay
estación de servicio?
¿Y está al
servicio de quién?
No por nada
la licencia
de conducir
me ha vencido
allá por el
dos mil seis.
Cualquier
día pido un coche,
memorizo
las señales
y llego,
limpio y orondo,
pidiendo
nuevo carnet
a las
calles suburbanas
que
tramitan el asunto
según lo
tengo entendido.
Buscaré
datos precisos.
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