Las
polillas me comieron
los
pulóveres, descuido
que se paga
con invierno,
con
agujeros en el ánimo.
Ya no
venden naftalina.
Rodando
rumbo al olvido
pasan las
pelotas blancas.
Luego caen
con estrépito.
No son
perlas, son repudio
o
capsulitas de espanto.
Nadie
quería ese aroma
en sus
abrigos de lana.
Peores son
los buracos.
Perdí
cuatro o cinco sweaters
que no me
puse tres veces.
Algunos
dejé en el piso
para que
juegue la perra.
Ahora te
venden colgajos
perfumados
de lavanda
que
ahuyentan a las taladras.
Se quedaran
en gusanos
antes que
andar presumiendo
de pálidas
mariposas
en los
placares ajenos.
Llegado mi
cumpleaños
hermanos,
madre y amigas
obsequian
para mi torso
labor de
las tejedoras.
Ya colgué
mis venenitos
en la barra
del armario.
Ahora el
punto es evitar
nuevas
manchas de comida.
Que no
siempre el enemigo
viene volando.
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