Un colibrí se acerca a tu ventana.
Te fascinás. Ponés la vida en eso
y no sabés si volverá mañana.
No espera el colibrí nácar de un beso
ni que le esparzas rosas en tu cama.
Lo querés apretar y sale ileso
hacia no sé qué flores o qué rama.
Su párvulo aleteo se adelanta
con el coqueto encanto de una dama
del siglo XIX. No hay la manta
que lo pueda atrapar, y no hay anzuelo
para su hambre de amor, que nunca es tanta.
Hay artificios varios en su vuelo.
Hay una clavellina deshojada.
Hay confusión de plumas y de pelo
en su leve presencia humanizada.
Hay un trino bebé como de nube.
Hay una estela verde anaranjada.
Hay un deseo de llorar que sube
y humedece topacios del verano
deseosos de brillar. Y también sube
la vocación de nido de tu mano
cohibida de su oficio de caricias
porque la obligan a dormir temprano
sin relato ancestral y sin primicias
de tu estancada gesta jardinera;
sin hazañas reales o ficticias
que musitar; sin voz; sin billetera
para pagar la obligación del ave
que huyó de tu ventana. Tu alma espera
un regreso improbable, bello y suave.